Giramos alrededor de la cocina como los hombres primitivos en torno a la fogata. Aunque la estufa sea ahora eléctrica o de gas, la cocina sigue siendo un sitio cálido y luminoso cuyo poder une a la familia.
La palabra «hogar» significa esa parte del horno donde se quema el combustible, pero también quiere decir vivienda o vida familiar. El «calor de hogar» que se siente en la cocina no se experimenta en ningún otro sitio, y no me refiero al que genera la estufa, sino al que emana de todos los rincones de este espacio y nos envuelve con un vapor tibio y generoso que esta vez no llega al olfato sino al afecto.
En la cocina se generan los alimentos
Nuestros anhelos orales se ven gratificados por una olla de lentejas y un cántaro de agua. Volvemos a ser, en ella, el niño acogido en los brazos y amamantado largamente. A quienes preparamos la comida, la cocina nos permite prodigar, nutrir, ofrecer la temperatura de nuestra piel en cada desayuno, almuerzo o merienda.
La familia se reúne en la cocina. Tal parecería que, en contraste con la calle en donde nos perdemos en el anonimato y nuestra identidad se disuelve, en la cocina nos encontramos, nos reconocemos, volvemos a ser la tribu, la secta, los aliados contra la intemperie o el peligro.
Es el espacio informal de la casa
Si la sala es el templo en donde recibimos a los invitados con rituales que denotan respeto pero también distancia, la cocina es el lugar donde perdemos formalidad y ganamos cercanía. Junto al peltre y al teflón, entre el aroma del azafrán y del jengibre, no queda más que relajarse. ¿Cuántas reuniones sociales no terminan en la cocina? No todas, sólo aquellas en las que las copas y la conversación van rompiendo el hielo que en un inicio nos mantuvo alejados.
Los mejores amigos entran por la cocina, o a ella se dirigen. Les permitimos ver los platos sucios, las ollas en desorden. Nuestros amigos, los de deveras, saben que somos lo suficientemente chorreados para ser felices, lo suficientemente imperfectos para ser normales.
El hogar siempre tiene una flama encendida; se mantiene mientras comemos y mientras dormimos, cuando peleamos y cuando amamos. Estaba prendida mucho antes de que naciéramos y seguirá palpitando cuando hayamos muerto. Y siempre habrá hombres y mujeres que se sienten a su alrededor a compartir anécdotas, hallazgos, desventuras.
La comida y el erotismo
Cualquiera que ha tomado un café capuchino ha mirado extasiado el pequeño torbellino que se forma en el vaso una vez que el azúcar rompe con su propio peso el lecho de espuma sobre el que segundos antes reposaba.
La comida no es nada más lo que llevamos a la boca, sino toda esa serie de magia, asombros y rituales que acompañan el acto de comer, unido por un lazo invisible al erotismo. La comida, como el cuerpo desnudo, es una fuente inacabable de estímulos que despierta todos nuestros sentidos. Comer es un acto sensual, bien lo saben los chefs y los gourmets.
El ritual empieza con el arreglo de la mesa; nuestra digestión comienza desde el momento en que apreciamos los colores del mantel y termina hasta el momento de la bendición del café. Nuestra vista se inunda con las diferentes formas, brillos y tonalidades que nos ofrecen los platillos.
El oído también participa en la fiesta: cuando se sirve el agua con hielos en el vaso, cuando se escancia el vino, cuando el pan dorado o la tortilla crujen sólo para nosotros. No se diga los demás sentidos, el olfato, el gusto y hasta el tacto participan en una especie de ceremonia a la sensualidad.
Igual sucede en el amor y no es raro que el acto sexual vaya precedido de una cena romántica o sucedido por un cigarro o una copa. Muchas de nuestras experiencias amorosas están vinculadas a un bouquet, a una marca de cigarros, al nombre de un café o de un restaurante.
La comida y el erotismo se unen especialmente en momentos gloriosos como la cena de Navidad y de Año Nuevo, en donde la botana, cada uno de los guisos, los postres que siguen al plato principal, así como los vinos, se consumen con una euforia orgiástica.
El pavo relleno con salsa agridulce, la ensalada de manzanas con nuez y pasitas, el espagueti con crema y queso parmesano y los turrones de almendra son venerados con intensidad sacrílega; en Año Nuevo nos llenamos de luces de Bengala, silbatos y gorritos, pero la cena sigue siendo la parte principal del festejo y no nos medimos en consumir los manjares expuestos sobre la mesa. Llevamos el placer hasta el exceso, el desorden, la muerte simbólica porque como el Ave Fénix, esperamos renacer con el ciclo que empieza.
La comida y el afecto
Comer no es solamente un hecho tisiológico. Cuando comemos, procesos emocionales tan complejos como la afectividad se ponen en juego; nuestro contacto con la comida dispara no solamente el mecanismo biológico de las glándulas salivales, sino también toda una serie de sentimientos que pertenecen al área psicológica.
¿Por qué un olor, un sabor, una textura en los labios nos regresan, como a Marcel Proust, a la casa de la infancia, el cariño de la abuela, la libertad de la adolescencia?, ¿por qué los alimentos son anclas tan poderosas? Recordemos que la primera relación que se establece entre el bebé y la madre es una relación de este tipo.
El afecto, la seguridad, en resumidas cuentas la salvación se da a través de la comida, por eso el acto de comer está muy cargado de afectos desde el principio. El amamantamiento funde por primera vez el placer oral de ser alimentado y el placer del contacto corporal; aún cuando el niño sea alimentado con el biberón, la madre tiene que acogerlo entre sus brazos, estar muy cerca, y el niño percibe no solamente la plenitud que llena el vacío del estómago, sino también el olor de la madre; lo que empieza en la boca se irradia a todos los sentidos, alimentando el alma del pequeño. Durante toda la infancia la comida está en relación directa con el amor de nuestros padres y también con su desamor.